Interpretada por dos excelentes actores ingleses, Andrew
Scott y Paul Mescal en los roles principales de
Adam y Harry, respectivamente, se destaca el estreno de esta semana cuyo
tema central son los sentimientos, particularmente los de padres e hijos,
haciendo foco en los de culpa y de expiación.
Ambos personajes son vecinos de un mismo edificio de
departamentos cercano al centro de Londres. Son jóvenes, han pasado los 25 años
y se conocen en un viaje en ascensor. Con el correr del tiempo, los mencionados
vecinos se enamoran uno del otro, pero en el caso de Andrew, su homosexualidad
se manifiesta de manera más abierta con esos sentimientos.
En los dos personajes hay una apertura, más pronunciada
en Adam que en su amante. Es un sentimiento de falta que lo preocupa y lo lleva a
recordar el pasado, sobre todo al de sus respectivos padres, en particular su madre,
y a la ciudad suburbana donde ellos vivían y donde él vivió su infancia, lo
cual recuerda tal como estaban el día de su muerte, 30 años antes.
Adam es también un adolescente tardío que todavía extraña
a sus padres, a quienes evoca continuamente en las decisiones que toma. Es un
hombre en soledad que nunca ha abandonado la adolescencia y vive extrañándolos.
Ahora está tomando una decisión y en consecuencia, los necesita. Necesita ese
apoyo. Le falta confianza en si mismo.
Se trata de un film sobre los sentimientos, cerrado,
asfixiante, donde el protagonista nunca termina de cortar el cordón umbilical,
especialmente con su madre, más que con su padre. Su personaje transmite
angustia y soledad. Parece siempre un joven que debe pedir permiso a sus padres
para hacer lo que debe hacer. Evoca la reflexión, incluso la disciplina, y
también el amor por sus padres, la casa de su niñez, lo que representa una
especie de espacio de duelo inacabado, de lo cual rescata los besos, como una
forma ancestral de demostrar el cariño que en la vertiginosidad que vivimos
parece ser olvidada.
Sin duda, es una de las mejores películas vistas este año.
Transmite con elementos muy cinematográficos, llámese actuación, acompañamiento
musical y sobre todo, la fotografía magistral
de Jamie D. Ransay que muestra una Londres típica siempre grisácea y
húmeda, que da justo con la ambientación
que requiere una historia sobre alguien que necesita conectarse con el pasado
como para pedir permiso sobre lo que está haciendo en el presente.
En síntesis, es una película que evoca el amor por la familia, y profundiza
sobre los traumas que se arrastran desde la adolescencia, la necesidad de
perdonar, y las secuelas que perduran y molestan más tarde, incluso en la
adultez. Los rubros técnicos, particularmente la fotografía de Jamie
D. Ramsay y la edición de Jonathan Alberts son también excelentes y
coadyuvan a constituir esta obra en una de las mejores películas vistas este
año.
PD.
La obra podría rápidamente transformarse en obra teatral.