Quedlinburg, Alemania, 1919. Un extraño joven francés,
Adrien Rivoire, llega al pueblo para depositar flores sobre la tumba de Frantz
Hoffmeister y tratar de hablar con sus padres, que no están solos ante la
pérdida del hijo sino acompañados de la que en vida fuera su novia Anna. Así
comienza Frantz, el extraño y apasionante nuevo fil del francés Francois Ozon.
Con innumerables
vueltas de tuerca, Frantz habla en primer término sobre el dolor de la pérdida.
Una pérdida irreparable como lo es la causada por la muerte, en este caso,
producida en una acción bélica durante
la Primera Guerra Mundial. Lo absurdo de la guerra no hace otra cosa que poner
al descubierto la fragilidad del ser humano, sus pasiones y temores ante la
maquinaria política y económica que ha desatado dicha guerra.
Pero a su vez, Frantz toca también el tema de la necesidad
de perdón, uno muy especial al que obra obligado por las circunstancias, aquel
que siente un soldado después de haber matado al enemigo, a ese otro que
también es un ser humano, aunque su obligación haya sido la de matar o morir, lo
cual, lo justifica. No obstante, ese perdón es el mecanismo muchas veces se
necesita para poder vivir. En el fondo, esa visita de Adrien a una tumba y a
los padres del muerto, no es otra cosa que una necesidad de exculpación que le
permita seguir adelante.
Pero la cuestión no termina allí porque del otro lado, están
los padres y la novia del soldado muerto. Paradójicamente, también hay una
tumba. Una tumba vacía dado que Frantz no ha sido enterrado allí sino en la
trinchera donde murió en la guerra, en una fosa común junto a los cadáveres de
otros soldados que cayeron junto a él. Esa tumba vacía en el cementerio del
pueblo encierra una primera mentira de una serie de mentiras donde los
personajes prefieren mentir o vivir engañados ante el dolor de conocer la
verdad. Pero también señala la necesidad de llenar vacíos: la de los padres del
muerto, el de su novia e incluso, el de su ejecutor.
Es allí donde, el film de Ozón adquiere ribetes
hithcockianos (el film hace recordar a Rebecca aunque su antecedente inmediato
sea Broken Lullaby – Remordimiento - de Ernst Lubtisch) y decide seguir al film
ya no como un drama sino como una comedia de suspenso. En su filmografía, Bajo
la Arena (2000) trataba un tema similar. En aquella película era el marido de
Charlotte Rampling el desaparecido en el mar mientras ella caminaba por la
playa. La desesperación y la incomprensión, daban lugar más tarde al descubrimiento
de una vida que no había sido lo que parecía, dando espacio a la decepción,
aunque también daba lugar a una salida de superación, a la necesario etapa de
un volver a empezar para su protagonista.
En Frantz, ante la desaparición, los comportamientos generan
sentimientos diversos y a veces encontrados, pero que viran invariablemente hacia
adelante ante la necesidad de seguir viviendo. Hay una necesidad de
sustitución. Y esa necesidad encuentra en la mentira un motor para superar el
pasado y asumir el presente. Los personajes nunca son lo que parecen ser ni
hacen lo que se piensa deberían hacer. Todos parecen reinventarse para poder
hallar el camino hacia una felicidad que parece esquiva. En consecuencia, la
comedia se impone sobre el drama, y el ritmo narrativo se agiliza.
La habilidad de Ozon para estructurar la trama es notable.
Los personajes conocen solo una parte de lo que se cuenta, pero el espectador
conoce toda la verdad de la historia. Ello genera un suspenso que es esencial
para el desarrollo de la trama. El espectador siempre queda enganchado a través
de las diversas vueltas de tuerca que imprime el guión.
El relato está poblado de simbologías. Hablamos de un cajón
vacío. Allí debería descansar el cuerpo de un muerto con toda su historia de
vida. Pero en verdad no contiene nada. El
cuerpo descansa en el campo de batalla en una fosa común. Ante la pérdida
total, los personajes prefieren rendir tributo a una tumba. Frente al bucólico pueblo
de Quedlinburg se opone el supuesto esplendor de París, lo cual no es otra cosa
que un juego de opuestos entre vencidos y vencedores. En uno y otro lado de la
frontera el localismo pesa y se observa que la confrontación ha dejado
cicatrices. Hay rastros de odio. En un momento del relato aparecerá un extraño
cuadro: El Suicido de Eduard Manet. Supuestamente, ese cuadro apasionaba a
Frantz. ¿Ese suicida sin cuello de Manet acaso alude a un decapitado? ¿Cuál es
la verdad? Acaso la mentira vuelve a estar presente como siempre lo está en el
arte. Porque el arte es siempre una representación de la realidad. Nunca la realidad misma. Acaso el
propio Ozon está haciendo una declaración de principios en la cual manifiesta
que toda historia por más bien contada que sea, no deja de ser una mentira? Estamos ante un momento crucial del film donde la ex novia de Frantz se enfrenta con la
más cruda realidad. Han pasado muchas
cosas. Se han dicho mentiras y se han descubierto algunas verdades. Lo cierto
es que está sola y debe comenzar una nueva vida.
Reflexión sobre la verdad y la mentira. Sobre la culpa y el
perdón. Este nuevo film coloca a Francois Ozon como uno de los más importantes
narradores del cine actual. Con variedad de recursos. Fotografía en blanco y
negro, con algunos toques de color, con cuatro grandes actuaciones y una música
inolvidable, Ozón concreta un film notable, sutil, profundo. Una mirada amarga
de la vida que sin embargo deja entrever que siempre hay una posibilidad de
salida.
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